Macanudo de Liniers

Macanudo de Liniers
"¿Y si no fuésemos otra cosa que los brazos de una voz?" Decir. Maliyel Beverido

martes, 10 de febrero de 2015

La memoria permanece



Sergio Pitol se asoma por el balcón de su casa.

“Uno, me aventuro a decir, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas”. 

Sergio Pitol en su biblioteca.


*

“Mi héroe es el género humano. Es fácil decir que la mayoría de los hombres son vulgares y estúpidos. Pero hay que reflexionar, por ejemplo, en la invención del lenguaje. Basta pensar que hubo alguien que inventó la “a” para reconciliarme con el mundo. Pensar en eso me produce tanto placer que entonces siento que vale la pena levantarse cada mañana, hacer cosas. Sí, la letra “a” es un triunfo del género humano”. 


Lo que siempre ha cautivado a Sergio Pitol es la palabra.


*

"El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginación." 


Sergio Pitol entre sus libros.


*

Peces rojos

Estaba en segundo año de secundaria. Mi abuela me había regalado un pequeño portafolio rígido de cuero para guardar libros, cuadernos y demás utensilios escolares, con la esperanza de que dejase de perderlos a cada rato. A mi casa llegaba regularmente una revista médica muy bien ilustrada, de cuyo interior se podía desprender la reproducción de una obra maestra del arte. Yo recortaba esas páginas para guardarlas en una caja de tesoros personales.

Un día, al abrir la revista me quedé aturdido. Nada había visto tan deslumbrador como aquella página colorida. Un cuadro bañado de luz, iluminado desde arriba, pero también desde el interior de la tela. En una pecera nadaban unos cuantos peces rojos cuyo reflejo se mecía en la superficie del agua. Era el triunfo absoluto del color. El cubo que contenía a los peces formaba parte del eje vertical del cuadro y se apoyaba en una mesa redonda sostenida por un solo pie. Estaba, claro, en el centro. Todo el resto de la tela era una selva de hojas hermosas y de flores; estaban en el primer plano, en el fondo, se las veía a través del cristal del recipiente, enardecidas, arracimadas, luminosas, perfectas. Si hubiese vivido en la Antártida, o en el corazón de Sonora, o del Sáhara, donde nadie nunca ve flores ni peces ni agua, podría comprender que aquella precipitación florida me hiciera enloquecer. Pero vivía en Córdoba, al lado de Fortín de las Flores, en medio de jardines suculentos, y aun así aquello me parecía un milagro. Fijé la página con pegamento en la parte interior dura de mi maletín. Algunos compañeros colocaban allí fotos de Lucha Reyes, de Toña la Negra, las grandes voces del momento, o de boxeadores, escenas de películas, perros, vírgenes y santos, modelos de aviones o automóviles flamantes; otros, nada. Conviví con mis peces rojos y su entorno fascinante durante tres años. Fue mi mejor amuleto; una señal, una promesa. Vi después reproducciones de obras de su autor, pero no ésa. En el Museo Moderno de Nueva York me detuve con asombro ante formidables óleos suyos.

Años después, al entrar en una sala del museo Puschkin de Moscú, la que alberga algunos de los óleos más extraordinarios de Matisse, me encontré de golpe con el original de aquellos Peces rojos míos. Más que una experiencia estética fue un trance místico, una revaloración instantánea del mundo, de la continuidad del mundo.



Los peces rojos. Henry Matisse.



*Tomado de Pitol, Sergio. El viaje. Peces rojos. Editorial Era. México, 2000 p. 79

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