Mucho
más que Gracq y que Salinger y que Pynchon, el hombre que se hacía llamar B.
Traven fue la auténtica expresión de lo que conocemos por «escritor oculto».
Mucho
más que Gracq, Salinger y Pynchon juntos. Porque el caso de B. Traven está
repleto de matices excepcionales. Para empezar, no se sabe dónde nació ni él
quiso aclararlo nunca. Para algunos, el hombre que decía llamarse B. Traven era
un novelista norteamericano nacido en Chicago. Para otros, era Otto Feige,
escritor alemán que habría tenido problemas con la justicia a causa de sus
ideas anarquistas. Pero también se decía que en realidad era Maurice Rethenau,
hijo del fundador de la multinacional AEG, y también había quien aseguraba que
era hijo del kaiser Guillermo II.
Aunque
concedió su primera entrevista en 1966, el autor de novelas como El tesoro de
Sierra Madre o El puente en la selva insistió en el derecho al secreto de su
vida privada, por lo que su identidad sigue siendo un misterio.
«La
historia de Traven es la historia de su negación», ha escrito Alejandro Gándara
en su prólogo a El puente en la selva. En efecto, es una historia de la que no
tenemos datos y no pueden tenerse, lo que equivale a decir que ése es el
auténtico dato. Negando todo pasado, negó todo presente, es decir, toda
presencia. Traven no existió nunca, ni siquiera para sus contemporáneos. Es un
escritor del No muy peculiar y hay algo muy trágico en la fuerza con la que
rechazó la invención de su identidad.
«Este
escritor oculto -ha dicho Walter Rehmer- resume en su identidad ausente toda la
conciencia trágica de la literatura moderna, la conciencia de una escritura
que, al quedar expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, hace de esta
exposición su cuestión fundamental.»
Estas
palabras de Walter Rehmer -me acabo ahora de dar cuenta- podrían resumir
también mis esfuerzos en este conjunto de notas sin texto. De ellas también
podría decirse que reúnen toda o al menos parte de la conciencia de una
escritura que, al quedar expuesta a su imposibilidad, hace de esta exposición
su cuestión fundamental.
En
fin, pienso que las frases de Rehmer son atinadas, pero que si Traven las
hubiera leído se habría quedado, primero, estupefacto, y luego se habría
desternillado de risa. De hecho, yo estoy a punto ahora de reaccionar de ese
modo, pues a fin de cuentas detesto, por su solemnidad, la obra ensayística de
Rehmer.
Vuelvo
a Traven. La primera vez que oí hablar de él fue en Puerto Vallaría, México, en
una de las cantinas de las afueras de la ciudad. Hace de eso algunos años, era
en la época en que empleaba mis ahorros en viajar en agosto al extranjero. Oí
hablar de Traven en esa cantina. Yo acababa de llegar de Puerto Escondido, un
pueblo que, por su peculiar nombre, habría sido el escenario más apropiado para
que alguien me hubiera hablado del escritor más escondido de todos. Pero no fue
allí sino en Puerto Vallarta donde por primera vez alguien me contó la historia
de Traven.
La
cantina de Puerto Vallarta estaba a pocas millas de la casa donde John Huston
-que llevó al cine El tesoro de Sierra Madre- pasó los últimos años de su vida
refugiado en Las Caletas, una finca frente al mar y con la jungla a la espalda,
una especie de puerto de la selva azotado invariablemente por los huracanes del
golfo.
Cuenta
Huston en su libro de memorias que escribió el guión de El tesoro de Sierra
Madre y le mandó una copia a Traven, que le contestó con una respuesta de
veinte páginas llenas de detalladas sugerencias respecto a la construcción de
decorados, iluminación y otros asuntos.
Huston
estaba ansioso por conocer al misterioso escritor, que por aquel entonces ya
tenía fama de ocultar su verdadero nombre: «Conseguí -dice Huston- una vaga
promesa de que se reuniría conmigo en el Hotel Bamer de Ciudad de México. Hice
el viaje y esperé. Pero él no se presentó. Una mañana, casi una semana después
de mi llegada, me desperté poco después del amanecer y vi que había un tipo a
los pies de mi cama, un hombre que me tendió una tarjeta que decía: «Hal
Croves. Traductor. Acapulco y San Antonio».
Luego
ese hombre mostró una carta de Traven, que Huston leyó aún en la cama. En la
carta, Traven le decía que estaba enfermo y no había podido acudir a la cita,
pero que Hal Croves era su gran amigo y sabía tanto acerca de su obra como de
él mismo, y que por tanto estaba autorizado a responder a cualquier consulta
que quisiera hacerle.
Y,
en efecto, Croves, que dijo ser el agente cinematográfico de Traven, lo sabía
todo sobre la obra de éste. Croves estuvo dos semanas en el rodaje de la
película y colaboró activamente en ella. Era un hombre raro y cordial, que
tenía una conversación amena (que a veces se volvía infinita, parecía un libro
de Carlo Emilio Gadda), aunque a la hora de la verdad sus temas preferidos eran
el dolor humano y el horror. Cuando dejó el rodaje, Huston y sus ayudantes en
la película comenzaron a atar cabos y se dieron cuenta de que aquel agente
cinematográfico era un impostor, aquel agente era, muy probablemente, el propio
Traven.
Cuando
se estrenó la película se puso de moda el misterio de la identidad de B.
Traven. Se llegó a decir que detrás de ese nombre había un colectivo de
escritores hondurenos. Para Huston, Hal Croves era sin duda de origen europeo,
alemán o austríaco; lo raro era que los temas de sus novelas narraban las
experiencias de un americano en Europa occidental, en el mar y en México, y
eran experiencias que se notaba a la legua que habían sido vividas.
Se
puso tan de moda el misterio de la identidad de Traven que una revista mexicana
envió a dos reporteros a espiar a Croves en un intento de averiguar quién era
realmente el agente cinematográfico de Traven. Le encontraron al frente de un
pequeño almacén al borde de la jungla, cerca de Acapulco. Vigilaron el almacén
hasta que vieron salir a Croves camino de la ciudad. Entonces entraron forzando
la puerta y registraron su escritorio, donde encontraron tres manuscritos
firmados por Traven y pruebas de que Croves utilizaba otro nombre: Traven
Torsvan.
Otras
investigaciones periodísticas descubrieron que tenía un cuarto nombre: Ret
Marut, un escritor anarquista que había desaparecido en México en 1923 y los
datos, pues, encajaban. Croves murió en 1969, algunos años después de casarse
con su colaboradora Rosa Elena Lujan. Un mes después de su muerte, su viuda
confirmó que B. Traven era Ret Marut.
Escritor
esquivo donde los haya, Traven utilizó, tanto en la ficción como en la
realidad, una apabullante variedad de nombres para encubrir el verdadero:
Traven Torsvan, Arnolds, Través Torsvan, Barker, Traven Torsvan Torsvan, Berick
Traven, Traven Torsvan Croves, B. T. Torsvan, Ret Marut, Rex Marut, Robert
Marut, Traven Robert Marut, Fred Maruth, Fred Mareth, Red Marut, Richard
Maurhut, Albert Otto Max Wienecke, Adolf Rudolf Feige Kraus, Martínez, Fred Gaudet,
Otto Wiencke, Lainger, Goetz Ohly, Antón Riderschdeit, Robert BeckGran, Arthur
Terlelm, Wilhelm Scheider, Heinrich Otto Baker y Otto Torsvan.
Tuvo
menos nacionalidades que nombres, pero tampoco anduvo corto en este aspecto.
Dijo ser inglés, nicaragüense, croata, mexicano, alemán, austriaco,
norteamericano, lituano y sueco.
Uno
de los que intentaron escribir su biografía, Jonah Raskin, por poco se vuelve
loco en el intento. Contó con la colaboración, desde el primer momento, de Rosa
Elena Lujan, pero pronto empezó a comprender que la viuda tampoco sabía a
ciencia cierta quién diablos era Traven. Una hijastra de éste, además,
contribuyó a enredarlo ya de forma absoluta al asegurar que ella recordaba
haber visto a su padre hablando con el señor Hal Croves.
Jonah
Raskin acabó abandonando la idea de la biografía y terminó escribiendo la
historia de su búsqueda inútil del verdadero nombre de Traven, la delirante y
novelesca historia. Raskin optó por abandonar las investigaciones cuando se dio
cuenta de que estaba arriesgando su salud mental; había comenzado a vestirse
con la ropa de Traven, se ponía sus gafas, se hacía llamar Hal Croves…
B.
Traven, el más oculto de los escritores ocultos, me recuerda al protagonista de
El hombre que fue jueves, de Chesterton. En esta novela se habla de una vasta y
peligrosa conspiración integrada en realidad por un solo hombre que, como dice
Borges, engaña a todo el mundo «con socorro de barbas, de caretas y de
pseudónimos».
Se
escondía Traven, voy a esconderme yo, se esconde mañana el sol, llega el último
eclipse total del milenio. Y ya mi voz va volviéndose lejana mientras se
prepara para decir que se va, va a probar otros lugares.
Sólo
yo he existido, dice la voz, si al hablar de mí puede hablarse de vida. Y dice
que se eclipsa, que se va, que acabar aquí sería perfecto, pero se pregunta si
esto es deseable. Y a sí misma se responde que sí es deseable, que acabar aquí
sería maravilloso, sería perfecto, quienquiera que ella sea, donde sea que ella
esté.
*Fragmento
tomado de Vila-Matas, Enrique. Bartleby & compañía. Anagrama, 2002. Págs
211-217.
No hay comentarios:
Publicar un comentario