Escritores hablan sobre
Ayotzinapa
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La petición es simple:
queremos justicia. Justicia para los 43 estudiantes desaparecidos y para sus
familias. Justicia para los otros miles de personas cuyo paradero se desconoce
desde la década pasada, víctimas de la violencia criminal pero también, en
muchas ocasiones, de las violencias de autoridades de todos los niveles. Esa
justicia debe pasar por dar a conocer el destino de todos los desaparecidos,
por el retorno de los que aún estén con vida y por el castigo a los
responsables de su desaparición. Y esa justicia debe ser el primer paso de
otras que se nos deben: trato justo para quienes no forman parte de ninguna
élite, trato justo para vivir cotidianamente sin miedo, trato justo para no
sacrificar nuestro presente, y el futuro de los que vendrán todavía, al
beneficio de unas pocas personas. Alberto Chimal
Cuando alguien sin cara
y sin nombre muere, se borra en el mapa del mundo el nombre de un país. “Los
estudiantes” de Iguala, nuestros estudiantes desaparecidos, son las víctimas
del poder guerrerense cuyos tentáculos han venido proyectándose con la más fría
crueldad, a la que hoy debemos, sí, darle un nombre. De otra forma, dejaremos
de verla. Jeannette L. Clariond
La fosa de la abundancia
/ Dijeron el horror y la demencia a la mexicana: Celebremos a los estudiantes
el próximo 2 de octubre con otro sacrificio en grande Señor Matanza Señora Saña
/ René Descartes en boca florida o el racionalismo puesto de bruces por los
torturadores: “PIENSO LUEGO ME DESAPARECEN”(pinta en Av. Reforma Ciudad de
México marcha de protesta #TodosSomosAyotzinapa 8 octubre 2014) / Cuando el
destino o las metáforas nos alcanzan —y a la vez no alcanzan / México es un
corazón en formol como sugiere la brillante novela de Carla Faesler / También
como escribió en twitter Antonio Ortuño el 5 de octubre pasado: “una fosa común
con 120 millones de muertos” / Nuestra triste abundancia. Ana Clavel
Dirán que la masacre de
Ayotzinapa, como Aguas Blancas, como la otra, serviría para detener esto. Yo no
creo que las masacres sirvan para nada (y tampoco lanzarle piedras al ingeniero
Cárdenas). Tampoco sirve un orden militar que se usa para reprimir y coludirse
a ratos con los malos. Serviría un estado de derecho al que los ciudadanos nos
pudiéramos acoger, sin corrupción y sin reveses, sin que los políticos, los
funcionarios, los policías, se vendieran al crimen. Ana García Bergua
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El secuestro de 43
jóvenes normalistas en Iguala, Guerrero, podría haberse sumado a la montaña de atrocidades que han sucedido en
los últimos años en México, pero no ha sido así. Queriendo acallar a los
normalistas, han hecho hablar a cientos de miles de personas que no han dejado
de manifestar su hartazgo en las semanas siguientes al secuestro, y que exigen
un alto a la impunidad. Pocas veces ha sido tan clara la complicidad entre
fuerzas del Estado y crimen organizado, y en esta ocasión las autoridades
tendrán que hacer mucho más que conferencias de prensa para volver a ganar
legitimidad entre los ciudadanos. Yuri Herrera
Hace poco, mientras
dábamos un taller al alimón en la Universidad del Claustro de Sor Juana sobre
las Grandes esperanzas de Charles Dickens, mi colega y amigo Miguel Cane
ofreció la siguiente explicación del género gótico a nuestros alumnos: el
pasado mata al presente, les dijo, con tal de que no tenga futuro. Ese pasado
suele encarnarse en algún monstruo atávico –digamos que un vampiro– que brota
de las tinieblas y victimiza a jóvenes tales como la hermosa Mina, chupándoles
la vitalidad para impedir que busquen la felicidad en el seno protector de su
entorno. Fuera del inocuo ámbito ficticio, desde hace un mes nos reclama la
realidad innegable de que los males endémicos de México se han apoderado del
poder en Ayotzinapa, matando el anhelo de progreso que representan los 43
estudiantes normalistas desaparecidos. Si es que nos queda esperanza alguna en
el fondo de estas fosas de Pandora que se van abriendo por doquier, no es
grande, como la esbozada por Dickens, sino pequeña, flaca, debilitada. Casi
exangüe. Tendremos que esmerarnos al alimentarla, si queremos evitar que se nos
pierda para siempre. Tanya Huntington
Me siento rebasado de
realidad, es decir, me siento muy cercano a mi muerte, no en un sentido
temporal (a saber cuándo sucederá) sino en un sentido, tal cual, físico. La
desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa –y, mucho me temo, su
asesinato, aunque aún esperemos y pidamos lo imposible: que aparezcan con vida,
pese a las demasiadas fosas– me tiene en un estado de vigilia permanente: por
las noches, duermo mal y me despierto mucho antes del inicio de la madrugada,
desconcertado por estar (tan) vivo. Y es que, así lo siento, hay algo
lúcidamente muerto en mí y en la constatación de que México, mi país, está en el
hoyo, metáfora aparte. El problema no es la izquierda ni la derecha: es la
clase política entera, ávida de poder y rendida a la manos (in)visibles del
capital. ¿Qué vale una vida humana en México, hoy? Nada. Allí está el basurero
de Cocula, rodeado de cuerpos –aún anónimos– en sus inmediaciones: desechos
humanos, imposibles de reciclar. El tamaño del horror rebasa los cientos de
miles de muertos y desaparecidos acumulados en este par de sexenios recientes.
El conteo, hoy, se detiene en 43, un número de pronto más humano, manejable,
comprensible, alcanzable, mesurable de inmediato: 43 que bien pueden ser los
miembros todos de una familia extendida. Y eso, precisamente eso, es lo que me
provoca la palabra Ayotzinapa y la realidad que me rebasa: la comprensión que,
de pronto, toda mi familia podría desaparecer, así, sin más, en México, mi
país. David Miklos
Poema Ayotzinapa. David Huerta. |
Si el Estado existe
para salvaguardar las garantías individuales, si el primer artículo de la
Constitución Mexicana está dedicado a ese tema ¿por qué es el propio Estado el
que aniquila a sus conciudadanos? ¿por qué nuestros jóvenes mueren a manos de
ese Estado sin razón alguna? Nuestros desaparecidos rebasan con creces a los
desaparecidos de Argentina y Chile durante las dictaduras más sangrientas. La
tolerancia ya no es, no puede ser, una opción. Rose Mary Salum
Solo en un país donde
la desaparición y los asesinatos forman parte de una cultura siniestra que ha
inundado todos los ámbitos de la sociedad, una organización política y militar
es capaz de hacer desaparecer 43 personas frente a los ojos del mundo entero.
Ayotzinapa no es el producto de una pareja de dementes al mando del municipio
de Iguala, la tragedia de Ayotzinapa comenzó a escribirse hace décadas en todo
México. Mauricio Tolosa
Mi abuelo, un campesino
morelense, desapareció un día hace mas de cuarenta años. Subió a un camión de
pasajeros junto con las cajas de fruta que iba a vender a un pueblo vecino. Por
la tarde, el chofer del camión devolvió las cajas repletas de duraznos y
aguacates a mi abuela. Dijo que no había visto nada. No sabía nada. Los rumores
eran que lo habían matado y echado a una barranca, pero nunca encontraron su
cuerpo ni alguna otra señal que diera indicios de su paradero. Esa ausencia ha
gravitado y dolido siempre en la familia de mi madre. Mi abuela esperaba volver
a verlo cada día, hasta su muerte. Nunca sucedió. No hubo una lápida, un
certificado de defunción, una constancia de algo. Lugar común decir que este es
un país de impunidad. Pero así es. Y la historia, las experiencias, parecen no
dejar huella. Hace algunas semanas estuve con mi hijo, un niño de diez años, en
el Festival Internacional Cervantino en Guanajauto. Mientras caminábamos, nos
encontramos con un grupo grande de estudiantes que protestaba por la desaparición
de sus compañeros en Ayotzinapa. Mi hijo me preguntaba por qué gritaban tan
fuerte, por qué estaban tan enojados. Se me hizo un nudo en la garganta
tratando de explicarle, como alguna vez alguien trató de explicarme la
desaparición del abuelo. O las muertes de los muchachos en el 68. ¿Por qué
tenemos que seguir explicando estas ausencias, buscando sentido a lo que no lo
tiene? ¿Qué le pasa a este país que siguen matando a sus estudiantes? Socorro
Venegas
El PRI regresó al poder
montado en el tranvía de la inseguridad y el miedo. Presumían saber como
regresar al genio del narco a su botella. Perdimos de vista que el narco es tan
sólo una forma de comercio ilícito altamente remunerado que usa el crimen
organizado para financiarse y sostener su impunidad. No tenían idea ni
intenciones de someter a quienes sostienen la botella. La tragedia de
Ayotzinapa, el asesinato de seis estudiantes normalistas y la desaparición de
43 más, es otra faceta de la zona de guerra que es México. Por su brutalidad
este crimen ha logrado despertar a una población insensibilzada por la
violencia, ha sacudido la modorra complaciente de una clase media vapuleada y
nos ha recordado que los asesinos deciden nuestro destino. Estamos poniendo
atención finalmente. ¿Volveremos a dejarnos intimidar, volveremos a refugiarnos
en la complicidad del silencio? ¿Seguiremos siendo una nación de cobardes que
desfilan sobre un desierto de restos humanos persiguiendo la sombras de los
zopilotes? Nadie tiene la obligación de enfrentar una AK47. Casi nadie está
obligado a sacrificar su tranquilidad para que otros puedan dormir tranquilos,
para que los jóvenes puedan volver a casa, para que dejemos de ser un chiste
cruel entre las naciones. ¿Seguimos despiertos todavía? Naief Yehya
Octubre de 2014
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Óscar Chávez:
Paráfrasis pertinentes y dolorosas
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