La familia de Julio César Mondragón, asesinado y desollado la noche del 26/09/2014
por el narcoestado mexicano, sigue exigiendo justicia. Foto: Tryno Maldonado.
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Ayotzinapa. El rostro de los desaparecidos
(Fragmento)
Ésta o es
una típica carta de despedida, me atrevo a decirte que nunca me olvides, no
olvides que te amo con toda mi humildad. La semilla de un futuro sólo se
siembra con esperanzas. Dile a mi hija que su papá la quiere mucho, aunque para
mañana ya no esté, cuídala mucho, dale amor como yo quería darle a chorros.
Corresponde sus preguntas y dile que por siempre yo la apoyaré.
Me voy y
no sé si regrese. Tengo mucho miedo por mis sueños, pero quiero que seas que a
donde yo vaya, tú y la bebé también irán. Pase lo que pase aprieta el paso y no
agaches la mirada para que tus esperanzas nunca decaigan.
Fue la última carta de Julio César Mondragón, el
Chilango, escribió de puño y letra. La había escrito en el cuaderno que su
compañero el House descubrió el día que tomó una siesta en su colchoneta. La
carta del Chilango estaba dirigida a su esposa Marisa y hacía referencia a la
hija de ambos, Melissa Sayuri, nacida el 30 de julio de ese año. La misma fecha
en que recibió la noticia de que había sido aceptado en Ayotzinapa. El Chilango
sólo pudo disfrutar de su hija durante los quince días de permiso especial que
le dio el Comité a inicios de septiembre.
Días antes, al Chilango le habían robado su celular en
Ayotzinapa. No tenía otro medio para comunicarse con su esposa que el
epistolar.
Casi a la medianoche del 26 de septiembre, el Chilango
estaba congregado con un pequeño grupo de sobrevivientes y recién llegados al
lado oriente del cruce Álvarez y Periférico que esperaban a que diera inicio la
rueda de prensa del Comité. Entre ellos, su amigo el Cocho.
El Chilango fumaba con los dedos y los labios
palpitantes el cigarro que un estudiante de la tercera academia les había
convidado. En todo ese tiempo, el Chilango no se quitó del cuello la bufanda de
Marisa.
Al filo de la cinta asfáltica del Periférico, inició
en esos momentos la rueda de prensa. El círculo de miembros de ambos comités y
periodistas debía de ser de alrededor de doce personas. El resto, unas cien
personas, entre profesores, sobrevivientes y normalistas de recién arribo,
pululaban en distintos grupos y orden alrededor de la conferencia como un
centro magnético.
El Chilango estaba inquieto. Notó que muchos de sus
compañeros llamaban a sus casas para dar aviso y supieran que estaban a salvo.
Pensaba en Marisa, pero no quería alarmarla en vano. Como el suyo había sido
robado, el Chilango pidió un teléfono para llamar a su familia en el Estado de
México. Luego reparó. Llamó a Marisa. Estaba concluyendo la comunicación con
ella cuando el Patrón apareció y se aproximó al pequeño grupo de su esquina. El
Chilango lo saludó sin mirarlo.
No se agüite, paisa Chilango, dijo el Patrón con la
voz ronca.
El Chilango apagó el cigarro que de cualquier forma
había aceptado sólo por los nervios. Se excusó del grupo con una señal de la
mano y se dirigió hacia donde el otro Julio César, el Fierro, y Daniel Solís
Gallardo, administraban con otros normalistas el poco tráfico de coches que
atravesaba el Periférico.
El Chilango cruzó la calle en dirección opuesta hacia
donde se encontraba la mayor congregación de normalistas y profesores. Fue
entonces cuando vio cómo el único reflector de la cámara que iluminaba la noche
se apagó. Era la cámara del reportero de Televisa. Casi al mismo tiempo, como
si fuera una respuesta, comenzaron a brillar destellos desde el lado poniente
del Periférico igual que estrellas nacientes. Estruendos. Hubiera jurado que
era el sonido de un trueno en el cielo nublado de esa noche e no ser porque el
sonido atronador se replicó en una serie, racimo de estampidos por segundo que
se prolongaron por minutos. Una tormenta de balas. Impactos de bala de grueso
calibre sobre sus cabezas. Un convoy armado de pistoleros a bordo de una
pick-up Ford Lobo, una Ram, un Ikon negro y otros vehículos llegó arrasando con
cuanto vestigio de vida encontraba a su paso.
Tres de esos pistoleros descendieron en el Periférico.
Iban vestidos de negro. Capuchas, botas, guantes. Uno llevaba puesta una
sudadera oscura, otro, un chaleco antibalas. Todos armas de asalto. Todos
jóvenes.
Chilango vio cómo se colocaban en posición de disparar.
Entre la tormenta de balas de plomo que se desató, el
Chilango atisbó sin dar crédito todavía cómo caían fulminados Julio César Ramírez
Nava, el Fierro, y Daniel Solís Gallardo, el Chino.
Estaban muertos.
Él sería el siguiente.
Édgar
Vargas, en el mismo lado derecho de los autobuses sobre la calle Juan N.
Álvarez, alcanzó a huir con la cara destrozada. Había recibido un disparo a quemarropa
de uno de los sicarios más jóvenes. Édgar corría a tropezones y dejaba detrás
de sí una cuerda de sangre.
La
primera reacción instintiva de los grupos dispersa de muchachos fue quedarse
tiesos, como presas expuestas para un predador. No podían creer que dos de sus
compañeros hubieran sido asesinados a sangre fría frente a sus ojos. Como la
tanda de disparos de los pistoleros resguardados entre la oscuridad no se
detuvo ni siquiera con las primeras muertes, alrededor de cien personas
comenzaron a correr. Corrieron en dirección al sur, por Juan N. Álvarez, por
los resquicios libres entre las paredes de los edificios y el chasis de los
tres autobuses destruidos. Corrieron con toda su alma. Corrieron hasta que las
piernas les dolieron por el esfuerzo y entonces volvieron a sacar arrestos para
correr otro tramo.
La familia de Julio César Mondragón sigue esperando justicia. Foto: Tryno
Maldonado.
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El
Chilango corrió en el sentido de la calle Juan N. Álvarez con un grupo de
cuatro estudiantes y profesores. Algunos más alcanzaron a treparse por las
bardas de las casas para refugiarse en alguna azotea.
El
tintineo de las cosas al quebrarse por las balas era todo lo que oían.
Ladrillos. Madera y concreto de los postes. Metal. Mucho metal y el sonido
estentóreo de sus propias respiraciones retumbando en las paredes del cráneo.
La piel desgarrada por los impactos francos o los rozones de bala. Decenas de
heridos.
¡No se
separen!, decían varias voces. ¡Corran, no se separen!
Después
de tres cuadras de carrera, Cocho volteó
hacia atrás sin detenerse para buscar al Chilango. Creía que todo ese tiempo
había corrido junto a él. Ahí seguía el muchacho de tercero que les ofreció
cigarros. Vio de reojo a Amolonga. Vio a muchos de los pelones que pasaban como
flechas a sus costados. Pero del Chilango no volvió a saber nada.
Uno de
los muchachos apareció corriendo por sí mismo entre el río de estudiantes con
la cara ensangrentada. Era Édgar. Hubo muchos gritos.
¡Le
dieron a uno!
Édgar
Andrés Vargas había escapado milagrosamente con el rostro destrozado por una
bala.
¡Le
dieron a uno!
Un grupo
de muchachos frenó y desanduvo unos pasos para socorrerlo y llevarlo en andas
con dirección al sur. Sus playeras se mancharon de la sangre que Édgar despedía
a chorros de la nariz y de la boca. Pero Cocho, sin dejar de correr, vio con
espanto que ni la nariz ni la boca ni los dientes e Édgar estaban allí. En su
lugar sólo había un agujero negro en el rostro.
¡No se
queden parados! ¡Corran!
Un
mantra. Un tambor hipnótico y beligerante. Un tambor de guerra con sordina en
los oídos. Un zumbido punzante en el cerebro. Bocas que se abrían, rostros que
gesticulaban histéricos. Pero nada de voces. Cocho creyó que se había quedado
sordo. Sentía vértigo. El Chilango. ¿Dónde estaba el Chilango?
Nunca me olvides, no olvides que te amo con toda mi
humildad. La semilla de un futuro sólo se siembra con esperanzas.
Puta
madre, Chilango. ¿Dónde te metiste, cabrón? Chilango. Chilanguito. Que no te
agarren esos cabrones, Chilanguito. ¿Dónde estás? No te veo por ningún lado.
Que no te agarren esos hijos de la chingada, Chilanguito.
Me voy y no sé si regrese. Tengo mucho miedo por mis
sueños, pero quiero que sepas que a donde yo vaya, tú y la bebé también irán.
El grupo
que corrió con el Chilango al momento de iniciar la balacera fue refugiado en
una casa de un vecino a dos cuadras de la esquina donde buscaron atrincherarse
inútilmente entre dos coches. Llamaron a gritos al Chilango para que se metiera
con ellos.
Pero él
decidió correr hacia la izquierda, introducirse en una calle perpendicular, y
seguir corriendo. En poco tiempo se quedó
a solas en la calle paralela a Juan V. Álvarez. Se dio de frente con las
luces de los faros de una camioneta que lo cegaron.
El
Chilango quedó a merced de un grupo de nuevos pistoleros que circulaban por
ahí. Tal vez hubiera actuado con la impresión de que, de meterse en el
escondite con el resto, se volvería presa fácil de los sicarios.
De
pronto, sin saber desde qué punto ciego, deslumbrado por los faros del
vehículo, el Chilango fue sometido por varias personas vestidas de negro. Eran
sicarios, Jóvenes. Jóvenes como él y algunos incluso más.
Ninguno
de ellos actuó por impulso individual ni por arranque al capturar a el normalista solitario a mitad de la calle. Actuaban organizados, con las voces
firmes pero serenos, mientras el resto, a dos cuadras sobre el Periférico
Norte, sostenía la descarga de balas de sus fusiles de asalto contra la
multitud.
Actuaban
con la orden de quien lo hace con entrenamiento previo, coordinados, se diría
que por manual.
Los
muchachos y los profesores del grupo del que se separó el Chilango una calle
antes alcanzaron a oír claramente sus gritos. Primero un forcejeo. Una
discusión. Luego gritos, gritos de terror. Pero nada podían hacer. Afuera
llovía plomo.
Julio César Mondragón Fontes tenía 22 años cuando fue
brutalmente asesinado.
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Julio
César sintió de golpe unos brazos jóvenes y fuertes que lo atenazaron por el
cuello, la bufanda de Marisa asfixiándolo. Manoteó en el aire, tiró golpes, se
giró sobre sí mismo y al no encontrar ya punto de apoyo por la zancadilla que
le propinaron, cayó al suelo y en el suelo pataleó y batalló con todas sus
fuerzas para liberarse. Lo arrastraron y su piel cedió al resentir la fricción
del pavimento. El Chilango gritó con toda su energía, gritó con rabia y con
desesperación. Pero enseguida, sin saber de dónde provenían, sintió más pares
de brazos que se opusieron sin consideraciones hasta amansarlo.
Los
sicarios tomaron al Chilango y lo sostuvieron con brutalidad por la muñeca
izquierda, el antebrazo derecho y los tobillos para someterlo y llevárselo de
ahí. La tortura por la que lo hicieron transitar el resto de la noche dilató
mucho. No iba a ser una muerte súbita como la que habían experimentado Julio
César Ramírez Nava y Daniel Solís Gallardo, una muerte que el propio Chilango
había presenciado a escasos metros.
Cuando coincidimos, cuando nos vimos, cuando
sonreímos, cuando nos conocimos, cundo hablamos, cuando nos saludamos, cuando
salimos, cuando compartimos, cuando lo sentimos, cuando nos unimos.
Pase lo que pase aprieta el paso y no agaches la
mirada para que tus esperanzas nunca se caigan.
Al inicio
el Chilango no recibió heridas letales, sino únicamente las destinadas a
otorgarle una prolongada y dolorosa tortura en todo el cuerpo a lo largo de esa
noche. Su cadáver presentó hematomas en el tórax, en los brazos y en las
piernas. Hemorragias de varias vísceras por la tortura y lesiones craneales.
Fracturas costales en ambos hemitórax y un hematoma retroperitoneal como
consecuencia de los brutales golpes en el abdomen y en la espalda. Sus
torturadores iban con sólo objetivo en mente. Y sabían muy bien lo que hacían.
La tortura implica técnica, es algo que se aprende. La tortura que le
dispensaron a Julio César Mondragón es algo que debe mecanizarse con la
práctica y que requiere escuela. Requiere método. Y el método que emplearon
para torturar a Julio César fue el más inhumano que ellos conocían.
Julio
César batallaba con vida y se revolcaba sobre sí mismo para liberarse de sus
captores. Pero al fin consiguieron doblegarlo en vida el suficiente tiempo para
dispensarle cortes limpios en la piel y en los músculos del rostro. Los partían
desde el tejido de la garganta detrás de las orejas hasta la línea de
nacimiento del cuero cabelludo. Como la línea de una máscara. A partir de esos
cortes le fueron arrancando la cara hasta despojársela por completo, dejándolo
en los huesos. Los gritos de dolor de Julio César eran salidos de una
pesadilla. Se desangró mientras le desprendían el tejido facial hasta dejarle
el cráneo desnudo y desecado. Los dientes expuestos hasta la raíz, apretados en
un rictus terrible por el nivel inhumano de sufrimiento al que sometían al
muchacho de veintidós años. Enseguida le arrancaron los globos oculares.
El rostro
de Julio César Mondragón, el Chilango, no era más el rostro de rasgos delicados
que había enamorado a Marisa, la piel suave, la nariz fina y recta. No era ya
el rosto del muchacho vanidoso y bien parecido. Convirtieron su rostro con vida
en el rostro de la muerte.
Cuando te besé, cuando me besaste, cuando te amé,
cuando me amaste.
Nunca me olvides, no olvides que te amo con toda mi
humildad. Me voy y no se si regrese. Tengo mucho miedo por mis sueños, pero
quiero que sepas que a donde yo vaya, tú y la bebé irán.
El cuerpo
de Julio César Mondragón con la bufanda negra de Marisa al cuello fue reportado
al C4 la mañana siguiente. Estaba a plena luz del día, en una calle de tierra
llamada el Callejón del Andariego, en la zona industrial e Iguala, cerca del
almacén de Coca-Cola y una cancha de tenis. Según algunas versiones, los
primeros en llegar al sitio, a las 9:55 de la mañana, fueron elementos del 27
Batallón de Infantería.
Fragmento tomado de:
*Maldonado,
Tryno. Ayotzinapa. El rostro de los
desaparecidos. Editorial Planeta, México, 2015. pp: 308-315.
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