El Apango, sobreviviente del 26 de Septiembre, junto a Tryno Maldonado.
Foto: Tryno Maldonado.
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Doña Bertha Nava, madre de Julio César Ramírez Nava exige
justicia para su hijo y sus dos compañeros asesinados. Foto:
Tryno Maldonado.
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La última
llamada que Bertha recibió de su hijo Julio César, antes de ser acribillado la
noche del 26 de septiembre, la hizo desde su Nokia color vino, cuando iba
entrando a Iguala en una de las dos Urvan de la Normal que asistieron a apoyar
a sus compañeros. Estaban convocando a una rueda de prensa en el Periférico, y
Bertha oía al fondo cómo mucha gente hablaba al mismo tiempo. Cuando Bertha vio
la foto de la revista Proceso días
después, reconoció de inmediato la camiseta negra de lycra, con vivos rojos y plateados, mangas largas. Bertha se la
había comprado a Julio César en un tianguis por cinco pesos.
La tarde
del 26 de septiembre, Apango y el Fierro fueron avisados que ese día se
reduciría la ración de por sí parca del comedor. Lo lamentaron pero no dijeron
nada. Tenían un plan alterno para apaciguar el hambre.
Fierro,
el Verde, Chessman y el House tuvieron ese día ensayo con la Banda de Guerra.
El Fierro era zurdo y a veces se cruzaba con el codo del Verde en la fila de
las cornetas. Eso discutían muy de buenas más tarde en el almacén de los
instrumentos cuando el Verde regresó del cubi con una playera vieja para dar
lustre a los instrumentos. Viernes. Día obligatorio para limpiar los
instrumentos. La playera era color verde.
Cuando
alrededor de las 17:30 horas Bernardo Flores comenzó a convocar a todos los
pelones para abordar dos autobuses Estrella de Oro, Apango y Fierro fueron de
los primeros en formarse para subir. A Julio César lo bajaron. La banda de
Guerra estaba exenta de ir. Julio César protestó. Era de los que más
disfrutaban las actividades de lucha. Ni hablar. Apango, que detestaba
cualquier actividad del estilo, se hizo sordo entre la multitud o nada más no
cupo en los dos ómnibus atestados de pelones.
El Apango, sobreviviente del día 26 de septiembre de 2014 sigue
buscando a sus 43 compañeros desaparecidos y exigiendo justicia.
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Los
autobuses se marcharon dejando una estela de tierra cerca del comedor. Julio
César y Apango aún tenían hambre. Fueron a comprar una lata de chiles en
escabeche a la cooperativa y le pidieron a la tía encargada que les regalara
algo de sal. Caminaron hasta la parte posterior del barranco, pasando los chiqueros, hasta el
arroyo que pasaba por detrás de la Normal. Improvisaron unos anzuelos con un
alambre delgado que afilaron contra las rocas y unas cañas con las ramas de un
árbol bajo el que se habían sentado. Escarbaron en la tierra húmeda para
conseguir algunas lombrices. El sedal de Julio César fue el primero en picar.
Gritó de emoción. Era una trucha pequeña. A esa primera trucha le siguió otra.
Julio César miró al Apango con los ojos radiantes. Fueron siete truchas en
total. ¿Raciones en el comedor? Bah. Era su día de suerte.
Julio
César lavó y limpió las siete truchas ante la mirada hambrienta de Apango.
Cortó unos limones que tomaron al cruzar por los módulos de producción y así,
sin más ingredientes que la sal, empezó a cocinarlos sobre el fuego que Apango
acababa de encender.
Apango es
sociable y parlanchín. Pero el Fierro era callado. Casi no hablaron. El fuego
los tenía hipnotizados. El ruido desesperado de sus intestinos era lo único que
parecía dialogar entre sí. Al fondo, en el horizonte que se oteaba desde la
parte alta de barranco, los colores de la tarde estallaban contundentes y
claros frente a sus ojos. A las 19:00 horas, comenzaron a devorarse la pesca
del día.
Por la
noche, cuando reposaban la comida acostados en sus colchonetas, llegó el
anuncio sorpresivo de la tragedia de Iguala. Fue en la cancha principal donde
se dio el anuncio. Los muchachos de las otras academias corrían buscando algún
voluntario que se ofreciera a conducir uno de los autobuses que no tenía
operador o, en su defecto, las dos Urvan
de la escuela. No hallaban a los encargados de la Cartera de Transporte. Fierro
era de los primeros en ofrecerse para las actividades de lucha, así que saltó
del dormitorio con la barriga todavía llena, se dirigió a buen paso al
estacionamiento y subió a una de las camionetas.
Maldonado,
Tryno. Ayotzinapa. El rostro de los
desaparecidos. Editorial Planeta, México, 2015. pp: 337-339.
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