La
pantera
Sergio
Pitol
Para Elena Poniatowska
NINGUNA
DE LAS MAGIAS que atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada
de lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamente refinamiento y
fiereza. En las noches siguientes imploré, divertido, al final impaciente, casi
con lágrimas, su presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos
acabaría por soñarlos. En efecto, al término de unas vacaciones la persecución
y la infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al
cine se reducía a disfrutar una sola película con ligeras variantes de función
en función: el tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las
huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite
vimos llover obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos,
templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego;
épicos juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de
obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Verónica Lake
resistiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos
era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el
fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos
despedazados y cráneos de enfermeras, me lanzaran sobresaltado a buscar amparo
en la habitación de mis hermanos mayores.
Con
plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie divertían.
Reemplacé el consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo,
y consagrado por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros
fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras sorpresivamente
atacaban una aldea, cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y
furia al ser atrapadas por cazadores implacables, combates encarnizados entre
panteras y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con que leía libros de
aventuras en la selva hicieron posible que la visión se repitiera.
Su
imagen persistió durante una temporada que no debió ser muy larga. Con
indiferencia fui comprobando que la figura se volvía cada vez más endeble, que
mansamente se difuminaban sus rasgos. El flujo atropellado de olvidos y
recuerdos que es el tiempo anula la voluntad de fijar para siempre una
sensación en la memoria. A veces me apremiaba la urgencia de escuchar el
mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir la noche de su aparición.
Aquel bello, enorme animal cuya negrura brillante desafiaba la noche trazó un
elegante rodeo en torno a la alcoba, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al
observar el terror que tal movimiento me inspiraba, las volvió a cerrar
agraviado. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido. Durante
días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba el haber
podido imaginar que aquella hermosa bestia tuviese intenciones de devorarme. Su
mirada era amable, suplicante, su hocico parecía dispuesto más que para el
regusto de la sangre para la caricia y el juego.
Nuevas
horas se ocuparon de sustituir a aquéllas. Otros sueños eliminaron al que por
tantos días había sido mi constante pasión. No sólo llegaron a parecerme tontos
los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar con
precisión la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones, a
esmerarme en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y
líneas.
Triviales,
alegres, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados,
engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la
noche de ayer, en que sorpresivamente, como en medio de aquel bárbaro sueño
infantil, volví a escuchar el jadeo de un animal que penetraba en la habitación
contigua. Lo irracional que cabalga en nuestro ser adopta en algunos momentos
un galope tan enloquecido que cobardemente tratamos de cobijarnos en ese mohoso
conjunto de normas con que pretendemos reglamentar la existencia, en esos
vacuos cánones con que intentamos detener el vuelo de nuestras intuiciones más
profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una explicación
racional: argüí que el ruido lo producía la entrada de un gato que a menudo
llegaba a la cocina a dar cuenta de los desperdicios. Soñé que reconfortado por
esa aclaración volvía a caer dormido para despertar poco después, al percibir
con toda claridad, cerca de mí, su presencia. Frente al lecho, contemplándome
con expresión de gozo estaba ella. Pude recordar dentro del sueño la visión
anterior. Los años transcurridos sólo habían logrado modificar el marco. Ya no
existían los muebles pesados de madera oscura, ni el candil que pendía sobre mi
cama; los muros eran otros, sólo mi expectación y la pantera se mantenían
iguales: como si entre ambas noches hubiesen transcurrido apenas unos breves
segundos. La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé
minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado
permanecí en espera de su mensaje.
Ninguna
prisa atenazaba al animal. Se paseó frente a mí con paso lánguido, describiendo
pequeños círculos; luego, con un breve salto alcanzó la chimenea, removió las
cenizas con las garras delanteras y volvió al centro de la habitación; me
observó con fijeza, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.
Todo
lo que pudiera decir sobre la felicidad conocida en ese momento no haría sino
empobrecerla. Mi destino se develaba de manera clarísima en las palabras de esa
oscura divinidad. El sentimiento de júbilo alcanzó un grado de perfección intolerable.
Imposible encontrarle parangón. Nada, ni siquiera uno de esos contados,
efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos la eternidad, me
produjo el efecto logrado por el mensaje.
La
emoción me hizo despertar, la visión desapareció; no obstante permanecían
vivas, como grabadas en hierro, aquellas proféticas palabras que inmediatamente
escribí en una página hallada sobre el escritorio. Al volver a la cama, entre
sueños, no podía dejar de saber que un enigma quedaba descifrado, el verdadero
enigma, y que los obstáculos que habían hecho de mis días un tiempo sin
horizontes se derrumbaban vencidos.
Sonó
el despertador. Contemplé con regocijo la página en que estaban inscritas
aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas hubiera sido el
recurso más fácil. Tal inmediatez me parecía poco acorde con la solemnidad de
la ocasión. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y
cuidadosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo
cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje.
Veinte
años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me
produjo no puede ser gratuito. La parafernalia de que se revistió ese sueño no
puede atribuirse a meras coincidencias. No; algo en su mirada, sobre todo en la
voz, hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la
posibilidad de enlace con una fuerza y una inteligencia instaladas más allá de
lo humano. Y, sin embargo, debo confesar que las palabras anotadas eran sólo una
enumeración de sustantivos triviales y anodinos que no tenían ningún sentido.
Por un momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de
sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las
palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días
y noches en minuciosas y estériles combinaciones filológicas. Nada logré poner
en claro. Apenas la certeza de que los signos ocultos están corroídos por la
misma estulticia, el mismo caos, la misma incoherencia que padecen los hechos
cotidianos.
Confío,
sin embargo, en que algún día volverá la pantera.
México,
mayo de 1960
Elena Poniatowska y Sergio Pitol, ambos pertenecientes a la Generación de Medio Siglo,
escritores fenomenales, amigos, confidentes, viajeros y colegas de toda la vida.
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