Memorial
de Tlatelolco
Rosario
Castellanos
La
oscuridad engendra la violencia
y
la violencia pide oscuridad
para
cuajar el crimen.
Por
eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
Para
que nadie viera la mano que empuñaba
El
arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y
a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes
los que agonizan, los que mueren?
¿Los
que huyen sin zapatos?
¿Los
que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los
que se pudren en el hospital?
¿Los
que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
¿Quién?
¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La
plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron
como noticia principal
el
estado del tiempo.
Y
en la televisión, en el radio, en el cine
no
hubo ningún cambio de programa,
ningún
anuncio intercalado ni un
minuto
de silencio en el banquete.
(Pues
prosiguió el banquete.)
No
busques lo que no hay: huellas, cadáveres
que
todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,
a
la Devoradora de Excrementos.
No
hurgues en los archivos pues nada consta en actas.
Mas
he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele,
luego es verdad. Sangre con sangre
y
si la llamo mía traiciono a todos.
Recuerdo,
recordamos.
Ésta
es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre
tantas conciencias mancilladas,
sobre
un texto iracundo sobre una reja abierta,
sobre
el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo,
recordamos
hasta
que la justicia se siente entre nosotros.
***
Tlatelolco
68
Jaime
Sabines
1
Nadie
sabe el número exacto de los muertos,
ni
siquiera los asesinos,
ni
siquiera el criminal.
(Ciertamente,
ya llegó la historia
este
hombre pequeño por todas partes,
incapaz
de todo menos del rencor.)
Tlatelolco
será mencionado en los años que vienen
como
hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero
esto fue peor;
aquí
han matado al pueblo:
no
eran obreros parapetados en la huelga,
eran
mujeres y niños, estudiantes,
jovencitos
de quince años,
una
muchacha que iba al cine,
una
criatura en el vientre de su madre,
todos
barridos, certeramente acribillados
por
la metralla del Orden y la Justicia Social.
A
los tres días, el ejército era la víctima de los
desalmados,
y
el pueblo se aprestaba jubiloso
a
celebrar las Olimpiadas, que darían gloria a México.
2
El
crimen está allí,
cubierto
de hojas de periódicos;
con
televisores, con radios, con banderas olímpicas.
El
aire denso, inmóvil,
el
terror, la ignominia.
Alrededor
las voces, el tránsito, la vida.
Y
el crimen estaba allí.
3
Habría
que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría
que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar
también a los deudos,
que
nadie llore, que no haya más testigos.
Pero
la sangre echa raíces
y
crece como un árbol en el tiempo.
La
sangre en el cemento, en las paredes,
en
una enredadera: nos salpica,
nos
moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.
Las
bocas de los muertos nos escupen
una
perpetua sangre quieta.
4
Confiaremos
en la mala memoria de la gente,
ordenaremos
los restos,
perdonaremos
a los sobrevivientes,
daremos
libertad a los encarcelados,
seremos
generosos, magnánimos y prudentes.
Nos
han metido las ideas exóticas como una lavativa,
pero
instauramos la paz,
consolidamos
las instituciones;
los
comerciantes están con nosotros,
los
banqueros, los políticos auténticamente mexicanos,
los
colegios particulares,
las
personas respetables.
Hemos
destruido la conjura,
aumentamos
nuestro poder:
ya
no nos caeremos de la cama
porque
tendremos dulces sueños.
Tenemos
secretarios de Estado capaces
de
transformar la mierda en escencias aromáticas,
diputados
y senadores alquimistas,
líderes
inefables, chulísimos,
un
tropel de putos espirituales
enarbolando
nuestra bandera gallardamente.
Aquí
no ha pasado nada.
Comienza
nuestro reino.
5
En
las planchas de la Delegación están los cadáveres.
Semidesnudos,
fríos, agujerados,
algunos
con el rostro de un muerto.
Afuera,
la gente se amontona, se impacienta,
Espera
no encontrar el suyo:
“Vaya
usted a buscar a otra parte.”
6
La
juventud es el tema
dentro
de la Revolución.
El
Gobierno apadrina a los héroes.
El
peso mexicano está firme
y
el desarrollo del país es ascendente.
Siguen
las tiras cómicas y los bandidos en la televisión.
Hemos
demostrado al mundo que somos capaces,
respetuosos,
hospitalarios, sensibles
(¡Que
Olimpiada maravillosa!),
y
ahora vamos a seguir con el “Metro”
porque
el progreso no puede detenerse.
Las
mujeres, de rosa,
los
hombres, de azul cielo,
desfilan
los mexicanos en la unidad gloriosa
que
construye la patria de nuestros sueños.
***
En
memoria
Cristina
Gómez
Hoy
amaneció el cielo
2
de octubre
como
nuestro recuerdo
el
odio y el amor
corren
por el asfalto
como
en aquella plaza
Hoy
amaneció siendo
las
5:30 de la tarde
como
nuestro recuerdo
el
amor ha crecido por años
en
cada rebeldía
en
cada obrero en lucha
Hoy
amaneció así
año
sesenta y ocho
como
nuestro recuerdo
el
odio se convierte
en
guerrilla
huelga
en la fábrica
Hoy
amaneció siendo
2
de octubre 5:30 p. m. año 68
como
nuestro amor y nuestro odio
Tomaremos
la calle
Como
de julio a octubre
Con
la esperanza a cuestas
No
puede tanta sangre
lavarse
con el tiempo
ni
perder su sentido
No
podrá el asesino
seguir
en el silencio
alimentando
el miedo.
***
Dos
de octubre
Ethel
Krauze
Los
he visto
en
las noches,
en
las fiestas,
fantasmas
en el vino
y
la risa
de
los amigos:
Buscando
el amanecer,
y
el amanecer no era.
Se
quedaron muriendo:
Buscaban
su hermoso cuerpo
y
encontraron sangre abierta.
Se
quedaron muriendo.
No
volvieron.
Se
quedaron helados
en
la esquina
de
las balas:
muchedumbre
de abejas en picada,
abejorros
de plomo
plumas
negras
negras
alas cayendo
en
la tarde del viernes,
en
la plaza,
en
el ruedo sin toros,
sin
olés,
sin
golondrinas.
Se
quedaron muriendo
en
Tlatelolco.
Festín
de banderillas:
sólo
ellas vinieron ese día
a
picarles el lomo,
la
cabeza,
a
cortarles la oreja,
a
montarlos en hombros.
Banderillas,
banderolas:
bayonetas.
Ya
vienen cayendo
esas
punzantes mariposas:
diamantina
de acero,
alfileres
dormidos
voladores,
cuchillitos
roedores,
ladradoras
avispas.
¡Qué
deslumbrante espectáculo!
¡Qué
tremendo con los últimos humos de la pólvora!
Los
veo, ahora,
cuando
alguien ha cumplido diecisiete años.
Y
ellos siguen
abrazándose
al aire
con
el grito en las manos,
buscando,
todavía,
amanecer
el 3.
Llegar
siquiera al final
de
ese octubre:
Era
mes de canciones
y
lunas
antes
de Tlatelolco.
También
los veo morir
en
los que no murieron.
En
los que se rindieron
a
la yerba, o al trago,
a
la demencia,
al
burócrata,
al
dólar,
al
bastardo,
a
la niebla.
Los
veo en los señores
de
traje y corbata,
en
los traidores:
los
que cumplen cuarenta,
los
que pagan la cuenta
con
tarjeta, con su firma:
los
del miedo.
Los
del déme la carta,
caballero.
Licenciado
¿al ajillo?
¿a
la mostaza?
¿al
curry suculento,
o
el chateaubriand desea?
¡El
poeta con papas,
para
dos
y
bien asado,
con
su salsa bernesa!
Los
he visto rondar
en
los pasillos,
en
las salas de espera,
a
la hora de las tortas
y
en el tedio.
En
los que piden permiso
y
compermiso
y
cómo no.
En
los que cuidan la entrada
y
las espaldas;
en
las bocas cerradas.
Sí
señor, señor,
lo
que el señor ordene.
¿Quién
mató a mis hermanos?
¿Quién
les puso esa trampa,
esa
trompa de fuego
en
la sien y en el cuello?
¡Lo
que diga el señor!
¿Qué
no está en el memorándum?
No,
su
sangre no viene cantando:
es
un chorro de espinas
en
el sueño,
un
espasmo de soles sofocados.
¡Siete
copias, y un recado,
y
un testigo,
y
el cuerpo del delito!
No
se cerraron sus ojos
ante
los cuernos de hierro.
Cerraremos
el archivo.
Levantaron
la cabeza.
No
hay pruebas por el momento.
La
miel de su inteligencia,
hasta
que diga el señor
hasta
que amanezca.
Pero
el señor aún no ha dicho.
Nadie
dice. No.
Nadie
dice los traigo atragantados
en
la copa
en
la ropa
en
los zapatos.
Nadie
dice.
Pero
se metieron por la fuerza
en
los renglones,
se
acodaron en la mesa,
me
preguntaron
cómo
estuvo todo.