El lector pródigo
Alberto Acerete
Cuando tenía doce años,
y a los ocho e incluso a los quince,
mis padres cambiaban los domingos
por los sábados por la tarde,
íbamos a misa, después tomábamos unas tapas.
Aunque a veces me pegaba con mis hermanos, aunque luego tuviéramos castigo,
creo que nos queríamos y sentíamos respeto. Moríamos de ganas por llegar a casa
y encender la televisión.
Antes, en las iglesias, había hileras interminables de bancos,
del mismo modo en que hay bancos
en toda la tradición amorosa.
Y aunque los ritos, los sermones y las cúpulas,
se dedicaban a pisotearme
como a hojas que ya han muerto durante el otoño,
me centraba en el mensaje de amor
y en volver agradecido si me marchaba un día.
De verdad pensaba que el amor, que ese día llevaría mi nombre,
sería un futuro pilar para un mundo justo,
pero cometí el error de hacerlo al tiempo
en que asociaba sentirse amado con Petrarca
y me reía, por encima de todo, del romanticismo inglés.
Eso es cuanto he arrastrado.
Años después, tras los primeros rechazos familiares,
yo hice lo mismo, sin dar explicación, con su tradición cristiana.
A pesar de mi estupidez ególatra, durante un tiempo creía que sería posible
cambiar la liturgia de La Palabra
por la liturgia de esta palabra, que escribir, leer en público o predicar mis carencias,
me libraría de ser yo.
Encontraría a quien me amase
como la cristiandad no lo había hecho en vida,
pero los abrevaderos de la literatura, ávidos siempre,
revelaron el espejismo y me evitaron confundirme antes de decidir entrar:
aquí el único amor disponible
era el propio
sin los otros.
Sus reuniones se parecían más a recitar nombres y referencias, equivocadas por lo común,
que a asumir todo aquello que no habías leído. El ego, que era su amor,
solo resultaba útil
si destrozabas a quien fuese mejor que tú. Entonces te aplaudían.
Yo, ya veis, no podía encontrar espacio heroico entre esos hombres,
me había educado en sillones
y en bibliotecas
porque mis padres no tenían dinero,
y todo el trabajo que habían empeñado en quererme
no era útil, a esas alturas, para enseñarme a leer.
Esta mañana he comprado mi primera Biblia, tras diez años encadenando empleos. Es una edición en piel
con grecas en el lomo. La he comprado agradecido y porque he vivido en multitud de pisos diferentes,
pero siempre lo había hecho solo.
Soy ridículo. Ya veis, ahora que puedo sentarme,
parece que me niego el culto.
Es un gesto de gratitud ante mis padres.
Después de todo, nadie me ha enseñado a leer.
Alberto Acerete (1987) poeta español. En 2010 publicó El último verano, en 2014, Cartas a la guerra y, el año pasado, Yo quiero bailar.
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